Una mujer correUna mujer corre

A la ejemplar… que aletea un instante
robándose mis ojos y a mí con ella

LA INSTRUMENTALINA o la “hermosacleta” de cada cual

Como en el epitafio de Scott Fitzgerald al final de su Gran Gatsby, con La Instrumentalina, la breve novela de Lidia Jorge, traducida por primera vez al español por Luis Carlos Henao de Brigard, podríamos decir que sí, también “así vamos adelante, como bicicletas que pedaleamos contra la corriente, incesantemente arrastradas hacia el pasado”. La diferencia estriba, quizás, en que a la resistencia del instrumento la impulsa la sangre que bombea el cuerpo que lo dirige y no las aguas que la arrastran según la corriente.

Al recorrer las páginas de este libro sobre los recuerdos que se tienen sobre las bicicletas de nuestras vidas no pude evitar salir -como mal calculador- a empaparme hasta los huesos, a reconciliarme con mi hermosacleta. Las bicicletas de mi vida siempre han sido desperdiciados armatostes oxidados que, como mis alegrías, solo saco a funcionar de vez en cuando. El esfuerzo que requirió moverme en ella la tarde que decidí volver a leerla, no solo fue humillante sino un recordatorio de la urgente necesidad de salir de mi cuarto, a ejercitarme y pedalear más. Increíble que un libro tenga que recordarmelo, pero así es la ceguera de las rutinas; se encierra uno y se olvida que hay un mundo allá afuera.

Mi primera bicla fue una belleza plateada que pillé a mi padre terminar de empacar en papel dorado una mañana de navidad. La regalaron sin mi permiso un día y me olvidé de montar. Más pequeño fui amigo de un niño, hijo de un campeón nacional, pero aparte de eso nada. Una vez fui al Parque La Florida con amigos, pero creo que fue un sueño. Otro día fue el más feliz de mi vida, empapándome hasta los huesos, pedaleando a toda velocidad alrededor de la biblioteca Virgilio Barco. Hace poco vi a mi madre conmovida hasta las lágrimas por el triunfo de Egan Bernal en el Giro de Italia.

Luego está mi vecino, un inocente Sisífo Ciclico de verdad.

Lo volví a ver hace poco. Ayer nomás como cantaría Moris. Tenía los ojos más hundidos que siempre, tal vez por llorar -pensé- o por dormir mal. Tiene ya canas en el cabello que cubre apenas con una cachucha diferente cada día que lo veo; esta vez el tapabocas que llevaba no me dejó ver su boca que, barbudo o afeitado -probablemente por su madre-, pispea preguntando: “Oiga, ¿usted cómo se llama?”. Ha de tener algo más de cuarenta años pero se comporta como de nueve. Y digo nueve, sin saberlo con certeza, porque a esa edad tuve mi primera bicicleta y fue a los nueve cuando lo vi por primera vez en la suya, rondando lentamente las calles del conjunto en que crecí. Está varado mentalmente en el tiempo mientras su cuerpo envejece. Pedalea a una velocidad tan lenta pero tan estable, como quien conoce perfectamente su ritmo ideal. En una canasta suele llevar un peluche de Mickey Mouse y casi siempre habla consigo mismo, soltando una risita pícara e inocente por alguna gracia que solo él conoce y nadie más.

Este es un librito que habla del mejor transporte del mundo, aparte de nuestras Dogde patas, recordado en una reminiscencia fotográfica, narrada por la ganadora del premio de la Feria Internacional de Libro (FIL) de la ciudad mexicana de Guadalajara en 2020, que nos deja una flor de caprichos deportivos, jugando a pedalear o no pedalear, pedalear o no pedalear… Y así hasta que finalmente decidimos para dónde arrancar.

UNA MUJER CORRE, o la vida refractada en buena literatura

“No corriendo por cubrirme, porque si supiera dónde hay refugio
me quedaría ahí y no tendría que correr por él.
No corriendo por mi vida porque tengo que correr por algo de más valor;
Estar corriendo y no con miedo.” RUN. Gil Scott-Heron

Hablar de esta novela ha significado un esfuerzo que la terquedad de la pereza me niega. Tomar un segundo aire, como lo llaman algunos corredores y deportistas. Lo que Bibiana Ricciardi provoca en la consciencia de quien la lee es la revisión de una sospecha de algo necesario que no sabemos con exactitud qué es. Leerla, y mejor aún releerla, es calentar en serio el músculo de la pensadera.

Esta es una novela que incita al movimiento. Con un estilo efectivo, Ricciardi provoca un efecto Kuleshov en el lector. Llevándonos por las calles y los andenes que recorre Antonia, la protagonista, guionista y madre. Con su cabello al aire. A la par que nos ubica en la quietud de las habitaciones, oficinas, celdas y pasillos dónde transcurre la vida más silenciosa pero intranquila de los personajes, su familia -una madre resignada, cómplice silenciosa, un padre ausente, preso y victimario de crímenes contra la nación (pero de esto no quiero adelantar nada porque de esas cosas no se hablan), un esposo modosito que calla y dos hijos- que cría y teme abandonar, no sólo por causa de la muerte en sí, sino por la distancia que separa una vida entre la “normalidad” y la enfermedad. Se me antoja creer que Bibiana Ricciardi escribe como corre. Atraviesa un abecedario de emociones, a su propio ritmo, tal cómo se deben escribir, correr y leer las circunstancias de la vida, yendo del punto A al punto Z.

Una mujer corriendo debería ser solo una mujer corriendo, pero desde lo colombiano -sumada sea la inevitable lectura masculina-, una mujer corriendo siempre es más que eso. Algo demasiado independiente como para no sentirse intimidado. Una mujer que corre por dónde quiere y hacía dónde sea, sudando, antónima encarnada, a todo pudor, con la pata pelá sin el perdón de nadie, es verdaderamente libre de toda morbosidad y comentario. Una mujer corriendo es una visión. 

Correr también es sinónimo de huida, y huir es cuanto hacemos la gran mayoría. Por eso también adjunto una canción/poema de Gil Scott Heron, para terminar de ilustrar mi sospecha sobre el tema de esta novela.

LOS TENISTAS, algo escuchado y suspendido eternamente en el aire

De oídas te había oído; Mas ahora mis ojos te ven.
JOB 42:5

Perdí el orden de las notas de audio y decidí escucharlas todas, repetidas veces, sin un orden específico. “Si los capítulos están bien escritos -me dije- encontraría las incoherencias o las conexiones, entre uno y otro, o lo sabría por los tonos y las pausas de la lectora, la señora D.” Y lo hice. Durante meses, con algunas intermitencias, nos leímos, el uno al otro, capítulos de novelas, cuentos o poemas por notas de voz de Whatsapp. Esta vez, en una llamada, me adelantó dos capítulos de una novela que comenzó. No sé si fue el gusto compartido o la fluidez de la traducción junto con el estilo del escritor pero sentí que ambos terminamos la llamada emocionados; colgamos la línea y no creí que fuera a continuar. Recibí seis audios con el resto de la novela al día siguiente, nada más. La tarea desde entonces fue mía; leer escuchando, pero escuchando -como siempre debe ser- de verdad.

Escrita por Lars Gustafsson, poeta sueco fallecido en 2016, Los Tenistas fue publicada en 1977, y es una novela muy inteligente, viva, llenísima de color y sonido. Si no son balas que un loco dispara desde una torre, son pelotas amarillas Dunlop HighPressure. Que resuenan en los oídos del espectador. No solo se desenvuelve con naturalidad el pensamiento de su autor, comprobando lo que en sus poemas se sospecha: que en la vida, como en los sueños, y las mejores historias, “Hablamos y las palabras saben más que nosotros. Pensamos, y lo que pensamos corre delante, como si lo que pensáramos supiera algo que no supiéramos nosotros.”, sino que también se expande y se recoge en detalles que dicen mucho de los ruidos humanos, como la inocente paciencia de un pastor alemán que espera a una muchacha que se la ha pasado toda una tarde raqueteando a todo dar, y significa poco ante la percepción del tiempo de un perro.

Su estilo no es meramente literario, se nota que es la expresión personal de sus vivencias. Esta historia transcurre en una universidad de Texas, donde vivió un tiempo y de la cual nos narra un otoño de su juventud con la intensa energía de quien captó todo lo que pudo en su momento. E insiste, aquí y allá, cada tanto, en que uno no es nadie. Tal como lo demuestra al evocar en palabras de gurús deportivos en “el vacío del saque. El eterno ahora de la bola en el aire. El pensamiento de la bola ida, que no debe emponzoñar el pensamiento de la bola que viene.”, tal como los días, los problemas y las tristezas humanas, las palabras en los poemas, y, si tiene cabida también, el amor.

Reitero mi agrado por el trabajo de la traductora Neila García Salgado, y por el estilo del autor, a quien definitivamente quiero seguir leyendo. Tanto por ahondar de una manera tan sutil en la complejidad del mundo al pasar de una masacre universitaria a una obsesión académica inexistente; Gustafsson tiene algo de universal en sus palabras totalizantes, que -independiente de la similitud de los temas- me hace pensar en Foster Wallace, pero con la brevedad de un poeta que condensa la belleza de un deporte en la potencia de un saque con vuelo que ilumina y asombra. Palabras que hacen eco en la memoria y de alguna forma permanecen.

Un comentario sobre «CABALLOS DE FUERZA»

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