Novela escrita por: Óscar Pantoja

Los personajes de este libro y sus situaciones son parte de la ficción. El escenario es la ciudad de Bogotá y dichos personajes son imaginarios. Si algo se parece a la realidad es pura coincidencia.

 

Pienso escribir como me parezca y como quieran mis criaturas.

No como exija la realidad exterior.

Ingmar Bergma

Mapa de Bogotá

 

 

 

 

 

I

 

ERA MEDIA NOCHE CUANDO dejé de ser un jodido insecto. Por fin me había quitado de encima esas asquerosas extensiones enclenques que eran mis patas. También me libré del repugnante caparazón que era mi cuerpo. Me había transformado en un ser humano. Sin perder tiempo empecé a probar mi estructura. Moví brazos, piernas, dedos, cabeza. Me agarré la verga, me cogí el culo, me metí los dedos en las orejas, en la nariz, apreté los puños para probar la fuerza. Era perfecto. Todo funcionaba a las mil maravillas. Era una máquina anatómica sobrenatural. Lo único que restaba era vivir. La aventura se extendía en la palma de mi mano.

            La metamorfosis me agarró cuando caminaba por el borde de una papelera  llena de mierda. Había toallas higiénicas, bolsitas vacías de cocaína, pañuelos untados de semen, condones usados, llenos de fluidos y rotos como si los hubieran metido en muchos orificios con orgullo y odio, con una felicidad salvaje. Y yo me revolcaba como un idiota en medio de esa basura, pero en el momento de la transformación tiré la papelera lejos. El piso quedó tapizado de porquería.

            Lo primero que recibí al convertirme en humano fue un golpe. La verdad fueron dos, simultáneos. Uno en mi cabeza contra el inodoro que casi me rompe el cráneo y otro en mi pierna contra la baldosa que me hizo ver chispas. Aguanté el dolor. Por la ventana observé el cielo. Negro. Pensé en la cara sudorosa de un yonki. Era eso. Ese cielo era eso. Una ráfaga de viento golpeó mi rostro y sentí ansiedad.

            Me levanté. Con cuidado empecé a caminar esquivando la basura. Antes me había alimentado con esa porquería, ahora era un ser humano. Seguí hasta llegar a la puerta. Puse mi mano en la cerradura. Mi emoción llegó al límite. Y salí.

            En la sala la gente bebía y hablaba como una tribu de estúpidos que se necesitan mutuamente, pero que se odian con un resentimiento irracional y legítimo. Los individuos que alcanzaba a distinguir se veían refinados, se notaba que tenían billete en el banco, o en cajas fuertes, o en canecas enterradas en sus fincas, o cuentas en paraísos fiscales. Era una gran fiesta. Observé con detenimiento el salón. La enormidad con la que había visto los espacios disminuyó con mis ojos de hombre. Era curioso: los cuerpos y objetos antes eran gigantes. Un hombre era una sorprendente construcción que se disparaba hacia arriba con una fuerza sobrenatural. Una simple habitación parecía un universo. Ya no existía aquello. Los cuerpos y objetos disminuyeron considerablemente. El cambio fue patético, pero me lo aguanté, ya nada se podía hacer. Entendí que necesitaba tiempo para acomodarme al espacio. Miré hacia el piso intentando encontrar algún insecto. La desproporción de tamaños me sorprendió. Qué porquería había sido. Qué gigante me sentía. Se me subió el ánimo. Quise aplastar mil cucarachas de un pisotón. Quise exterminar a todos los jodidos insectos de la tierra. Una risita paranoica se asomó en mis labios. 

            Desde el momento en que abrí la puerta y salí todos me observaron con las copas en la mano o al borde de sus babosas bocas rojas. Nadie parpadeaba, nadie hablaba. Sentí picazón en un testículo. Lo rasqué. Me hallaba tan desnudo como un recién nacido. Si hubiera pensado antes de salir del baño, tal vez hubiera encontrado alguna solución. Me hubiera envuelto en papel higiénico o tapado con un tapete o una toalla, pero era demasiado tarde. La gente observaba. Permanecían con la boca abierta como si vieran una aparición fantástica. Supe que era el punto de atención y empecé a actuar como tal. Caminé en forma segura y atrevida. Llegué hasta la mesa de las bebidas. Agarré un vaso. La gente no salía de su asombro. Empezaron a cuchichear. Recordé algo cuando era cucaracha pero no supe qué era; parecía un tejado, una ventana, mucha luz, como si un puto reflector me estuviera alumbrando. Bebí. El líquido quemó mi garganta. Subió veloz a la cabeza y tuve una sensación deliciosa, como si me incendiaran las neuronas y reventaran igual que juegos pirotécnicos. Me dieron ganas de quedarme bebiendo toda la vida y que las neuronas se me achicharraran en una eterna nochebuena. Terminé lo que quedaba y agarré otro vaso. La gente no me perdía de vista. Hicieron un círculo. La música de fondo era estruendosa. Sentí ganas de mear. Mi vejiga estaba más llena que un coco joven. Pensé ir al baño pero era la estrella de la noche y hubiera sido un desperdicio. Me hice junto a la pata de la mesa. Solté el chorro allí.

            ¡Jajajajaja!

            Gritó la gente. Cuando terminé, me limpié la cabeza brillante de mi verga con el mantel de la mesa. Una pareja se acercó. El tipo era alto, blanco y tenía los músculos de su cuerpo moldeados. Vestía ropa fina y se tambaleaba de la borrachera. La mujer, de igual forma, tenía sus músculos en su sitio, especialmente los de sus tetas y su culo. Me llegó a la cabeza una idea. ¿Serían insectos antes de recibir esos soberbios cuerpos como había ocurrido conmigo? Imposible saberlo. Nadie iba a contar eso. Yo tampoco lo iba a contar. Era un secreto de estado. El tipo se acercó.

            Quién putas es usted, cabrón. Salga de mi casa o lo saco a bala.

Quedé frío, de una sola pieza. Las palabras del hombre me hicieron sentir terriblemente mal. Sentí tristeza porque había empezado mal mi existencia humana. Me echaban como a un jodido perro con tumores en la panza. Cogí otro vaso antes de salir de la fiesta.

            No oyó lo que le dije.

            Se acercó con ganas de agarrarme a patadas y romperme la mesa en el cráneo. Bebí de un trago el whisky y apreté con fuerza el vaso para ponérselo en medio de los ojos apenas intentara atacarme, pero la mujer  intervino. Se interpuso entre los dos.

            Qué te pasa. Cómo puedes actuar como un cerdo. Mira bien a este hombre.  ¿Acaso tiene pinta de ladrón o pobre?

            El círculo de gente se había cerrado tanto que había desaparecido. Éramos un grupo compacto, un pulpo. Sentí que varias manos tocaban mi verga y otras andaban por el culo. Esa gente era más hospitalaria que el estúpido y ridículo dueño que seguía discutiendo con su esposa. Una anciana, arrugada y con una carne tensa y rígida como una tira de cábano, se acercó y puso sus tetas flacas en mi hombro. Empecé a sobarlas por diversión y porque sabía que de allí iba a sacar un buen fajo de dinero si llegaba a necesitarlo. Entonces, el tipo de la fiesta estalló.

            A bala voy a sacar a este hijueputa.  

            Su grito me produjo una singular impresión. El grupo de invitados quedó perplejo. Miraban a su anfitrión con sorpresa. Muchos reían a su espalda. Muchos se iban cobrando por adelantado alguna deuda pendiente con su exagerada actuación. Para completar, se subió en la mesa y regó muchas bebidas. Eso fue una desgracia. Se veía descompuesto, con la mirada desorbitada, como un policía golpeado o un político robado. Agarró dos vasos y gritó.

            Solo yo puedo ser el centro de atención en mis fiestas.

            Lanzó el licor de los vasos sobre nosotros. Así que era eso, la lucha del macho alfa. Enseguida entendí. La gente salió a correr. Un grupo de muchachos, con cara de canallas refinados, me jaló. La esposa del hombre de la mesa, a su vez lo jalaba para bajarlo y evitar que siguiera haciendo el ridículo. Pero lo único que conseguía era recibir el chorro de licor sobre su cabeza como si alguien la orinara. Volví a sentir tristeza por el whisky que se estaba echando a perder.

            Tremendo espectáculo.

            Dijo uno de los muchachos que permanecía a mi lado. Los canallas eran fornidos, pero yo los sobrepasaba en músculos y estatura.

            Qué forma de aparecer.

            De dónde saliste, viejo.

            Regresé a mirar para responder su pregunta, pero no pude. No salió ninguna palabra. Estaba tan mudo como un pobre al frente de una joven rica, atractiva, antipática y racista. ¿Qué clase de estupidez era esa? ¿Acaso era mudo? Me agarré la cabeza desesperado y traté de gritar. Nada. No salía nada. ¿Era posible que esa máquina anatómica perfecta que era yo tuviera un defecto? Llegué al centro de la sala gimiendo igual que un orate. Quedé frente al dueño de la casa y utilizando mi fuerza interior grité:

            No oyó lo que le dije. ¡Salga de inmediato!

            Fueron mis primeras palabras humanas. Mis primeras palabras para el mundo. Me sentí feliz, orgulloso. Aquello fue apoteósico. La gente quedó en completo silencio. Al cabo de un segundo, empezaron a reír a carcajadas. La encopetada concurrencia aplaudió y se acercó a darme palmadas en la espalda.

            Qué hijo de puta tan divertido.

            El dueño de la casa empezó a desbaratarse como una montaña de basura en un relleno sanitario. En un segundo lo vi envejecer diez años. Su vanidad se le escurrió de la cara y se transformó en un payaso con sida. Hasta su mujer lo abandonó y vino a mi lado. Sonrió en forma plena. Me acarició el hombro y me ofreció una sonrisa radiante.

            Quién eres. De dónde saliste. Quién te contrató. Tengo que saber todo de ti. Eres hermoso, como un actor. ¿Tienes Facebook? Agrégame.

            Tremendo espectáculo.

            Respondí. Ella quedó perpleja, pero en seguida empezó a sonreír. Sentí ganas de aparearme. La idea la espanté en un segundo al entender el mecanismo de mi comunicación. Mi pensamiento iba por un lado y mi discurso oral iba por otro. Había empezado repitiendo oraciones que produjeron un éxito rotundo, pero eran repeticiones. ¿Es que acaso iba a ser así? ¿Estaba destinado a repetir frases como un loro? Volví  a forzar mi interior y dije:

            Qué pasó con el trago.

            De dónde había salido esa frase. No lo sabía pero no importaba. Lo trascendental era que por fin había logrado dominar el lenguaje. El dueño de la casa bajó de la mesa y salió corriendo hacia su habitación. Su esposa le gritó algo, pero él no hizo caso. Volvió a mi lado.

            Tienes que irte. Se ha vuelto loco. Nunca lo había visto así. Nunca nadie le había hecho algo así. Tienes que salir porque va a suceder una tragedia.

            Cariño. ¿Y cómo me voy? No tengo dinero.

            Ve con mi hermano. Luego solucionamos algo. Salgan pronto.

            Iba a dar media vuelta cuando volví a escuchar su cálida voz:

            Cómo te llamas.

            Sin pensarlo, sin saber dije:

            Molina.

            ¿Molina?

            Molina.

            Hizo cara de asco al escuchar ese apellido. La imaginé en una plaza de mercado haciendo el mismo gesto a la gente de la plaza. Pero en seguida lo cambió por uno de agrado, como si comprendiera algo, y empezó a reír.

            Eras una caja llena de sorpresas. ¿Sabes una cosa? Te pareces a Brad. Juraría que eres él sino es porque él está en Hollywood.

            Y no sé por qué le dije:

            Me llamo Brad.

            En ese instante la mujer quedó hipnotizada, loca, y me besó. Los canallas volvieron a jalarme y abandonamos la casa igual que unos vulgares, cretinos y sucios aventureros.

            Salí a la calle. Qué maravilla. Una ciudad. Carros, edificios, aviones, electricidad, tecnología. Qué gran rollo habían armado los humanos. ¿Acaso los perros o los gorilas habían logrado lo mismo? Todas eran especies inservibles como la mía. Especies de mierda. En cambio, el hombre había conseguido transformar una piedra en una bomba. Eso era genial, no se podía pedir más. Y yo hacía parte de ellos. Era un humano. Orgulloso respiré profundo el aire de la noche. Un olor nauseabundo entró a mi nariz. No sé si fueron los jóvenes canallas que se cagaron o un río podrido que corría invisible por ahí. Me aparté y respiré otra vez. Igual. Tal vez eran las dos cosas. Dije:

            Lindo barrio.

            Tú en dónde vives.

            Acabo de llegar. Hice un viaje largo y no quiero hablar ahora de él.

            Entonces, bienvenido a Bogotá.

            Bogotá, así que esa era la ciudad donde me encontraba. Allí habría de vivir la fabulosa aventura de mi vida. Los muchachos detuvieron un taxi y subimos. El taxista me observó con una sonrisa maligna y cómplice. Dijo:

            A dónde los llevo, caballeros.

            A Rosales.

            El auto empezó a recorrer la ciudad. A medida que avanzaba sentí la sangre en mis venas. Oí el latido de mi corazón como un bombazo mandado a poner por un narco. Mis ojos se extasiaron con las construcciones, con la luz de las lámparas, con el color de los avisos. Bogotá era una fiesta. Los bellos jóvenes canallas iban animados.

            Nunca imaginé ver a Marco Antonio así.

            Estaba más loco que una cabra.

            Echaba espuma por la boca.

            Donde te agarre, te mata.

            Mínimo te clava treinta tiros.

            Recordé su transformación. Su rostro de galán hecho a las malas reclamaba justicia. Mi desnudez, para él, era increíblemente escandalosa. Cuando la gente aplaudió, se enfureció más. Su cerebro entró en pánico, hubo un corto circuito y quedó como una fábrica abandonada y obsoleta. La envidia lo volvió loco. Quise decir esto, pero lo único que salió fue una especie de gruñido de cerdo:

            Grnnnnnn, grnnnnnn.

            Fantástico. Poder pensar las situaciones pero no poder decirlas era una mierda. Sin embargo, con el ruido que hice el grupo empezó a reír. Me parecía una farsa que mi pensamiento fuera por un lado y mi vocabulario por otro. La increíble máquina anatómica empezaba a tener defectos. Hablaba como mono de circo. En todo caso con eso bastaba y estaba alcanzando para comunicarme y vivir a plenitud. Con eso tenía asegurado mi éxito.

            El taxi seguía avanzando. La gente salía y entraba de los comercios, subía y bajaba de los buses. Dentro de poco estaría haciendo lo mismo. ¿A qué me habría de dedicar? Empezó a preocuparme el futuro. Mi futuro. En una esquina el taxi se detuvo y un grupo de mujeres quedó al frente de nuestra ventana. Nos coquetearon. Se empujaban unas a otras. Parecían putas. Cuando descubrieron que no tenía ropa, rieron. Sentí ganas de aparearme y mi pene se levantó. Mis compañeros lo notaron y la risa se hizo estruendosa. No entendí, pero la alegría me contagió. Dejamos a las muchachas de la esquina. El carro siguió tragándose la calle. De pronto, un teléfono celular sonó, y luego otro, y otro. Y en un segundo mis amigos hablaban por sus aparatos en el interior de un taxi que se desplazaba por una ciudad anochecida. Sentí ansiedad. Una ansiedad perfecta. No había palabras para describir tanta belleza. Pensé en la palabra poesía sin saber lo que significaba. Y no importaba. Tal vez lo que estaba observando era poesía. Sí. El cuadro que vivía era poesía pura.

 

Óscar Pantoja
Escritor, guionista, profesor.

Para seguir la fiesta de la novela comuníquese con Óscar Pantoja o con Resplandor Editorial para obtener su ejemplar.

Reseñas sobre esta novela:
Recomendados Cacofonicos #1

Para leer relatos de este mismo autor:
Litio
El Político

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *