Era la última pastilla que me quedaba. Me arrodillé desesperado al lado del inodoro. Metí la mano con asco, pero fue inútil. Desapareció. Sentí horror. Donde vivo no hay droguerías. Es un barrio residencial. Empecé a ver la realidad distorsionada. Hace cinco meses descubrí que mi gato me espiaba. Tramaba algo, no sé qué era. Hablaba mal de mí y me miraba enojado. Eso no es normal. Empecé a hacerle el juego, a espiarlo. Era astuto, sin embargo descubrí su patraña. Y no era el único que tramaba algo contra mí. Los peces del acuario también. Fue entonces cuando el miedo me atenazó. En la calle los perros me observaban. No pude soportarlo. Fui donde mi médico y le conté que los animales hablaban mal de mí. Él me dijo:

—Los animales no hablan.

No le creí.

—Hágase estos exámenes— dijo.

Me los hice. Tenía carencia de litio.

—No deje de tomar litio— dijo el médico.

Mi gato dejó de espiarme. Los peces dejaron de hablar. Los perros ya no se reían. Volví a la realidad, pero cuando se cayó la pastilla en el inodoro, toda la inseguridad del mundo se vino encima. Me vestí cuidando los mínimos detalles. Vi a mi gato. Dormía. Vi los peces, ni siquiera me miraban. A las 7: 30 tenía una reunión con un gerente de una multinacional de empleo. Siempre me abastecía de litio, por cajas, por docenas, pero ocurre un día en que se te olvida abastecerte. Bajé al garaje sudando. No podía cancelar la cita. No se puede cancelar una cita con un gerente, así sea otro gerente. Pisaba cada escalón como si estuviera construido con cáscaras de huevo. No hice ningún ruido al llegar a la planta baja. No quería encontrarme con nadie. Vi la caseta de seguridad. El vigilante estaba de espaldas. Se movía en forma extraña. Me fijé en él. Giró un poco y lo descubrí. Lloraba como un niño. ¿Un vigilante de un metro ochenta llorando como un niño? Sentí escalofrío. Me deslicé sin que me viera. Llegué a mi camioneta. Abrí la puerta y entré. Encendí el motor. Sintonicé la radio. Puse a Wagner. Le di tiempo al vigilante para que se secara las lágrimas. Avancé. Me saludó con la cara roja y una sonrisa postiza. Salí del edificio.

Ni siquiera mi camioneta último modelo me dio seguridad. Me fui por la Circunvalar a 140 kilómetros por hora. Subí el volumen completo. Aceleré 10 kilómetros más. Eso hubiera bastado para creerme el dueño del mundo, pero nada. Seguía nervioso. Llegué al lugar de la cita. Dejé mi camioneta en el parqueadero y tomé el ascensor. Estaba lleno. Nadie hablaba. Nadie se movía. Las personas miraban hacia arriba, hacia abajo, hacia los lados sin punto fijo. Me concentré en los números. Olía a champú barato de mujer y perfume barato de hombre. Eran oficinistas. Una joven dijo:

— ¿Verdad que mañana se acaba el mundo?

Su amiga respondió:

—Eso dicen. Es el día 6, del mes 6, del año 6.

El resto del ascensor guardó silencio. Por fin se bajaron. Yo iba hasta el último piso. El ascensor se detuvo y entré en la oficina. Observé con minucia de detalles. Oficina impecable. Nada raro. Me anuncié con la asistente. Le observé las manos. Se había comido las uñas recientemente. La del dedo gordo y el índice se hallaban despedazadas. Había tratado de repararlas con esmalte. Dijo que siguiera en forma nerviosa. Me dirigí a la oficina. El gerente descansaba sentado en su sillón. Vestía en forma impecable, como yo. Necesitaba dos asistentes de alto nivel para mis empresas. Él habría de proporcionarlos. Lógico que no hablamos del tema, para eso estaban los gerentes medios. Le conté sobre mi yate que había comprado y que esperaba estrenarlo el fin de semana en Cartagena. Le hice la invitación. Él dijo:

—Encantado. ¿Debo ir con mi esposa?

No lo había pensado.

—No— dije. —Conseguimos unas modelos —completé sin pensar.

— ¡Perfecto! —Dijo él.

Yo iría sin mi novia. Mucho tiempo llevaba sin hacer eso. Él dijo:

— ¿Puedo llevar mi rifle? Compré un rifle de mira telescópica.

—No veo problema.

—Excelente. ¿Sabes una cosa? Yo tengo mira telescópica— dijo como si compartiera el más íntimo de sus secretos. Los ojos le brillaron.

— ¿A qué le disparas? — Pregunté.

—A lo que se mueva. Animales. A veces indigentes.

Conversamos diez minutos más y salí. Quería llegar cuanto antes a una droguería. En el ascensor una mujer lloraba. Era la segunda persona que veía llorar ese día. Parecía la empleada del servicio de alguna oficina. Subí a mi camioneta. Arranqué. Las droguerías aún no habían abierto. Empecé a desesperarme. No podía ir a ningún lado sin litio. Detuve el auto frente a una droguería. Iba a esperar. Puse todos los seguros de la camioneta, entonces sonó mi teléfono. Miré el identificador para saber quién era. Si no hubiera sido mi novia no hubiera respondido.

— ¿Sí?

— ¿Dónde estás?

—Voy para una reunión.

— ¿Dónde estuviste anoche?

—En la casa.

— ¿Y por qué no contestaste el teléfono?

—No lo oí.

— ¿Cómo que no lo oíste? Llamé más de diez veces.

—No lo oí.

— ¿Qué estás tramando?

— ¿Yo?

—Sí. Tú.

—No estoy tramando nada.

— ¿Con quién estás saliendo?

—Con nadie.

—No me mientas. Sé que estás saliendo con alguien.

Observé hacia el frente en el justo instante en que dos autos se estrellaban.

—Hubo un accidente.

— ¿Qué?

—Un accidente. Dos autos se estrellaron.

—No me salgas con excusas estúpidas. ¿Quién es la otra?

Un Mazda blanco se había incrustado de lado contra un Audi.

—Acaban de destrozar un Audi último modelo— dije.

— ¿Qué?

—Un Mazda despedazó a un Audi.

—Qué clase de estupideces son esas. Qué pretendes, irte por las ramas. ¿Quién es la otra?

—No hay ninguna otra.

—No me mientas. Sé cuando me mientes. ¿Para eso compraste el yate? Para irte con cuanta puta encuentres por ahí.

Los dueños de los autos se bajaron a discutir. Estaban histéricos. El del Audi empujó al del Mazda.

—No te engaño con nadie, mi amor. Se van a poner a pelear.

— ¿Quiénes van a pelear?

—Los del choque.

— ¿Cuál choque?

El del Mazda regresó a su auto y sacó una varilla. La gente miraba emocionada. Mandó el primer golpe a la cabeza del otro. Desde donde estaba pude ver cómo las gotas de sangre salpicaban. Cayó al piso. Llevaba un bonito traje que se ensució. El del Mazda lo iba a rematar, pero varias personas lo detuvieron.

— ¿Qué ocurre? ¿Por qué no hablas?

—Golpearon al del Audi y se está arrastrando para llegar a su auto.

—Alberto, esto no puede seguir así. No voy a permitir que juegues conmigo. No soy una jovencita. Ya pasé de los treinta y sé todos los trucos.

—No estoy jugando contigo.

— ¡No me mientas! Dime la verdad. Dime que me engañas.

—No te engaño con nadie.

El del Audi llegó a su auto y subió. La gente observaba. Su contrincante seguía aprisionado por dos hombres.

—No me hagas sufrir más. Me tienes destrozados los nervios. Estás acabando con mi vida. Te adoro y no soporto que te acuestes con nadie más. Eres solo mío.

El del Audi volvió a salir y de la nada sacó un arma. Apuntó tembloroso. Disparó y vi cómo el del Mazda caía al suelo. El tiro fue irreal. La muerte también. Muy distinto a la forma en que ocurre en las películas. La realidad era más burda.

—Lo mató— le dije a mi novia.

— ¿Qué?

—El del Audi mató al del Mazda.

— ¿Dónde estás?

—Al frente de una droguería viendo todo.

— ¿Y qué haces al frente de una droguería? ¿No me dijiste que estabas en una reunión?

—Salgo de una reunión.

— ¿Sales? Tú dijiste voy.

—Bueno, está bien, voy.

—Empiezas otra vez con tus sucias mentiras.

— ¡No te miento!

— ¡Estás con una de tus putas! Maldito, hijo de perra, bastardo. Estás con otra y tienes el cinismo de mentirme. Olvídate de mí.

Colgó el teléfono. La gente salió a correr. El del Audi regresó a su auto tambaleándose. Su camisa blanca era una mancha de sangre. Arrancó y se fue en forma lenta. Un Audi es capaz de marchar a velocidades altas. Llegó el de la droguería y empezó a abrir. Esperé a que lo hiciera, no iba a bajarme como un loco. Un indigente se acercó caminando con dos perros. Se pegó a mi ventana y me pidió monedas. Vi sus perros. Me observaban pero no hablaban mal de mí. Saqué un billete y se lo tiré. Empezó a gritar de felicidad como un loco. Con un trapo sucio limpió las llantas de la camioneta. Le pité para que se largara. Su fue limpiando el piso. La droguería había abierto. Me bajé y entré. No estaba el dependiente. ¿Dónde diablos se había metido?

— ¡Buenos días! — grité.

—Ya lo atiendo— escuché del fondo.

Salió con un grupo de diarios del día en la mano.

—A la orden.

—Necesito litio— le dije sintiendo vergüenza como sienten vergüenza los pobres cuando compran condones. El dependiente me observó.

—Tiene la fórmula— dijo.

Hijo de puta. Seguramente hacía abortos clandestinos y me pedía una fórmula para comprar litio.

—La olvidé— dije.

— ¿Cuánto necesita?

—Una caja. Dos. Las que tenga en bodega.

— ¿Quiere que le venda todo lo que tengo en la bodega?

— ¡Dos! Deme dos cajas.

Dejó los diarios sobre el mostrador y se fue. Revisé los titulares: “Masacre en Chigorodo”. “Esposo mata a su novia con su hijo”. “El gol más rápido de la historia”. “El presidente juega tenis en la China”. “El asesino más grande en serie de niños va a quedar libre”. El dependiente salió. Empacó las cajas y le pagué. Antes de darme el cambio dijo:

— ¿Necesita algo más? Si necesita algo fuerte puede decírmelo con toda confianza. Soy su amigo.
Puso cara de perro endemoniado.

—Gracias— le dije.

Y salí. Subí a mi camioneta veloz. Rompí la caja. ¡Ahí estaban las pastillas! Litio puro. ¿Pero cómo las iba a tomar? Había olvidado comprar agua. Me dio tanta rabia que golpee el volante. Le di tan fuerte que activé el pito. Los que estaban alrededor del muerto regresaron a mirar. Metí las pastas a la boca y las reventé. Tragué litio puro. Apenas cruzó por mi garganta sentó alivio. Encendí mi camioneta tranquilo. Volvía a ser yo. Nunca más iba a ocurrirme lo mismo. Regresé a mi casa a planear el viaje en mi yate nuevo.

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